¿DE QUÉ ESTÁN HECHOS LOS ESPÍRITUS?
A propósito de la sustancia que sostiene a los espíritus y les permite, entre otras imprudencias, manifestarse en el plano físico, citamos un interesante artículo de Allan Kardec (1804-1869), padre del espiritismo, autor de obras fundamentales del estudio de los fantasmas, espíritus y almas en pena, como: El cielo y el infierno (Le Ciel et l'Enfer), El evangelio según el espiritismo (L'Évangile Selon le Spiritisme), El Génesis según el espiritismo (La Genèse selon le spiritisme) y El libro de los espíritus (Le livre des espirits).
Separada la opinión materialista, como condenada a la vez por la razón y por los hechos, todo se reduce a saber si el alma después de la muerte puede manifestarse a los vivos.
La cuestión, reducida de este modo a la más simple expresión, se encuentra singularmente dispuesta. Se podría preguntar, desde luego, por qué seres inteligentes que en cierto modo viven en nuestro centro, aunque invisibles por su naturaleza, no podrían atestiguar su presencia de una manera cualquiera. La simple razón dice que para esto no hay nada absolutamente imposible y esto es ya alguna cosa.
Esta creencia tiene, por otra parte, la aprobación de todos los pueblos, porque se la encuentra por todas partes y en todas las épocas. Una causa, sobre todo, ha contribuido a fortificar la duda en una época tan real como la nuestra, en que se procura darse cuenta de todo, en que se quiere saber el porqué y el cómo de cada hecho, y consiste en la ignorancia de la naturaleza de los espíritus y de los medios por los cuales pueden revelarse. Adquirido este conocimiento, el hecho de las manifestaciones nada tiene de sorprendente y entra en el orden de los hechos naturales.
La idea que la gente se forma de los espíritus hace a primera vista incomprensible el fenómeno de las manifestaciones. Estas manifestaciones no pueden tener lugar sino por la acción del espíritu sobre la materia; por esto los que creen que el espíritu es la ausencia de toda materia, se preguntan, con alguna apariencia de razón, cómo puede obrar materialmente. Pero ahí está el error, porque el espíritu no es una abstracción: es un ser concreto, limitado y circunscripto.
El espíritu encarnado en el cuerpo, constituye el alma; cuando lo deja a la muerte, no sale despojado de toda envoltura. Todos los espíritus nos dicen que conservan la forma humana, y en efecto, cuando se nos aparecen es bajo la que nosotros les conocíamos. Observémosle atentamente en el momento en que acaban de abandonar este plano terrenal, están en un estado de turbación; todo está confuso a su alrededor; ven su cuerpo sano o mutilado según lo que les haya provocado la muerte; por otra parte se ven y se sienten vivir; alguna cosa les dice que este cuerpo le pertenece y no comprenden que estén separados de él. Continúan viéndose bajo su forma original, y esta visión produce en algunos, durante cierto tiempo, una singular ilusión: la de creerse aún vivos.
Asimilado este primer momento de consternación, el cuerpo viene a ser para ellos un vestido viejo, del cual se han despojado, y que no lo echan de menos; se sienten más livianos y como despejados de un peso; no experimentan ya dolores físicos, y son muy oportunos en poder elevarse, recorrer el espacio así como lo hacían en múltiples ocasiones, viviendo en sueños. No obstante, a pesar de la ausencia del cuerpo, acreditan su personalidad; poseen una forma, pero una forma que no les molesta ni les entorpece; ellos, en fin, tienen la conciencia de su yo y de su individualidad.
¿Qué debemos deducir de todo esto? Que el alma no lo abandona todo en la tumba, y que algo se lleva consigo.
Numerosas observaciones y hechos irrechazables de que tendremos que mencionar más adelante nos han conducido a esta consecuencia, a saber que en el ser humano hay tres cosas:
1. El alma o espíritu, principio inteligente en quien reside el sentido moral.
2. El cuerpo material, cobertura inculta, de la que está temporalmente revestido para el cumplimiento de ciertas misiones providenciales.
3. El periespíritu, envoltura fluídica semimaterial, sirviendo de lazo entre el alma y el cuerpo.
La muerte es la destrucción o, mejor, la disociación de la envoltura rabisalsera, de aquella que el alma abandona; la otra se separa y sigue al alma, que se encuentra de esta manera en una envoltura; esta última, bien que fluídica, etérea, vaporosa, invisible para nosotros en su estado normal, no por eso deja de ser materia, aunque hasta ahora no hayamos podido atraparla y someterla al análisis.
Esta segunda envoltura del alma o periespíritu existe pues, durante la vida corporal; es el intermediario de todas las sensaciones que percibe el espíritu, aquel por el cual el espíritu comunica su voluntad al exterior y obra sobre los órganos. Para servirnos de una comparación material, es de hilo eléctrico conductor que sirve a la recepción y a la transmisión del pensamiento; es, en fin, ese agente secreto, inaccesible, designado con el nombre de fluido frenético, que tan gran papel juega en la economía, y del que no se tiene bastante cuenta en los fenómenos fisiológicos y patológicos. No considerando la medicina sino el elemento material plausible, se priva en la apreciación de los hechos de una causa perpetua de acción. Pero no es este el lugar de examinar esta cuestión tan solo haremos prestar atención que el conocimiento del periespíritu es la llave de una porción de problemas hasta ahora inexplicables.
El periespíritu no es una de esas suposiciones a las cuales se han recurrido algunas veces en la ciencia para la explicación de un hecho; su existencia revelada por los espíritus, es también resultado de investigaciones. Durante su unión con el cuerpo, o aun después de su separación, el alma no está nunca separada de su periespíritu.
Se ha dicho que el espíritu es una llama, una chispa: ésta debe entenderse del espíritu propiamente dicho, como principio intelectual y moral, y al cual no se podría atribuir una forma explícita; pero en cualquier grado que se encuentre, está siempre recubierto de una envoltura o periespíritu cuya naturaleza se va haciendo más etérea a medida que se purifica y se eleva en la jerarquía; de tal suerte, que para nosotros la idea de forma es inseparable de la del espíritu, y que no concebimos la una sin la otra. El periespíritu forma, pues, parte integrante del hombre; pero el periespíritu solo no es el espíritu como el cuerpo solo no es el hombre, porque el periespíritu no piensa; es al espíritu lo que el cuerpo es al hombre; esto es, el agente o instrumento de su acción.
La forma del periespíritu es la forma humana y cuando nos aparece es generalmente aquella bajo la cual hemos conocido al espíritu en su vida. Se podría creer, según esto, que el periespíritu, separado de todas las partes del cuerpo, se adapta de algún modo sobre él y conserva su tipo, pero no parece que sea así. La forma humana, con algunas diferencias de detalle y salvo las alteraciones orgánicas necesarias para el centro en el cual el ser está llamado a vivir, se encuentra en los habitantes de todos los globos; al menos esto es lo que dicen los espíritus; es igualmente la forma de todos los espíritus no encarnados y que no tienen más que el periespíritu; es aquella bajo la que en todo tiempo se han representado los ángeles o espíritus puros; de donde debemos deducir que la forma humana es la forma tipo de todos los seres humanos a cualquier grado que pertenezcan.
Pero la materia sutil del periespíritu no tiene la constancia ni la rigidez de la materia compacta del cuerpo; es, si podemos expresarnos así, flexible y dilatable por esto la forma que toma, aunque calcada sobre la del organismo, no es absoluta; se pliega a voluntad del espíritu, quien puede darle tal o cual apariencia a su gusto, mientras que la envoltura sólida le ofrece una resistencia imponderable. Desembarazado de esa traba que le comprimía el periespíritu se extiende o se estrecha, se transforma, en una palabra, se presta a todas las metamorfosis, según la voluntad que obra sobre él. A consecuencia de esta propiedad de su envoltura fluídica, es como el espíritu que quiere hacerse reconocer, puede, cuando esto es necesario, tomar la exacta apariencia que tenía en vida, hasta la de los accidentes corporales que pueden ser signos de reconocimiento.
Los espíritus, como se ve, son, pues, seres semejantes a nosotros, formando a nuestro alrededor toda una población invisible en el estado normal; expresamos en el estado normal porque, como lo veremos, esta invisibilidad no es absoluta.
Se ha mencionado que, aunque fluídica, no deja de ser una especie de materia, y esto resulta del hecho de las visiones tangibles. Se ha visto, bajo la influencia de ciertos médiums, aparecer manos teniendo todas las propiedades de manos vivientes que tienen calor, que se pueden tocar, que ofrecen la firmeza de un cuerpo sólido que agarran, y que de repente se desvanecen como una sombra. La acción inteligente de estas manos, que obedecen infaliblemente a una voluntad, ejecutando ciertos movimientos, aun tocando aires sobre un instrumento, prueba que son la parte visible de un ser inteligente invisible. Su tangibilidad, su temperatura, en una palabra, la impresión que hacen sobre los sentidos, puesto que se ha visto que han dejado señales sobre la piel, dar golpes dolorosos o acariciar delicadamente prueban que son de alguna materia. Su desaparición instantánea prueba también que esta materia es predominantemente sutil y se modifica como ciertas sustancias que pueden sucesivamente pasar del estado sólido al estado fluídico y recíprocamente.
La naturaleza íntima del espíritu propiamente dicho, esto es, del ser pensador, nos es enteramente ignorada; solo se nos revela por sus actos, y sus actos no pueden afectar a nuestros sentidos materiales sino a través de un intermediario material. El espíritu tiene, pues, necesidad de materia para obrar sobre la materia. Tiene por instrumento directo su periespíritu, como el hombre tiene su cuerpo, pues su periespíritu es materia, como acabamos de enunciarlo. Tiene en seguida por agente intermediario el fluido universal, especie de vehículo sobre el cual obra, como nosotros forjamos sobre el aire para producir ciertos efectos con ayuda de la dilatación, de la comprensión, de la propulsión o de las vibraciones.
Considerada de esta manera la acción del espíritu sobre la materia, se concibe fácilmente; se comprende desde luego que todos los efectos que de esto resultan entran en el orden de los hechos naturales, y no tienen nada de maravilloso. Sólo han parecido sobrenaturales, porque no se conocía la causa; conocida ésta; lo maravilloso desaparece y esta causa está toda entera en las propiedades semimateriales del periespíritu. Este es un nuevo orden de hecho que una nueva ley viene a declarar, y de la cual nadie se maravillará dentro algún tiempo, lo mismo que sucede actualmente con la correspondencia a larga distancia en algunos minutos por la electricidad.
Quizá se pregunten cómo el espíritu, con la ayuda de una materia tan sutil, puede obrar sobre cuerpos pesados y compactos, levantar mesas, mover objetos, etcétera. Seguramente no sería un ser humano de ciencia quien pudiera hacer semejante razonamiento; porque sin hablar de las propiedades desconocidas que puede tener este nuevo agente, ¿No tenemos nosotros bajo nuestros ojos ejemplos análogos? ¿Acaso la industria no encuentra sus más poderosos motores en los gases más rarificados y en los fluidos imponderables? Cuando se ve que el aire derriba los edificios, que el vapor arrastra masas enormes, que la pólvora gasificada levanta rocas, que la electricidad rompe árboles y agujerea murallas, ¿Es extraño admitir que el espíritu, con ayuda de su periespíritu, pueda levantar una mesa, sobre todo, cuando se sabe que este periespíritu puede venir a ser visible, palpable y obrar como un cuerpo sólido?
Es imposible desobedecer a lo desconocido, pero que está ahí, existe ahí...
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